miércoles, 26 de enero de 2011

Dale una porra a cualquiera y te pegará con ella


Por Tomás Gui

A principios de los años 70, un grupo de investigadores, liderado por Philip Zimbardo, llevó a cabo un conocido estudio psicológico acerca de la influencia de un ambiente externo en las conductas desarrolladas por el hombre, dependiendo de los roles sociales que desempeñara.

Este estudio, conocido como El Experimento de la cárcel de Stanford, intentaba probar los abusos que se cometían en las cárceles norteamericanas en aquella época.

El experimento se basaba en un simple juego de rol, en el que la mitad de un grupo de voluntarios hacía de guardias y la otra mitad de presos.

Para ello se reclutaron a una veintena de jóvenes que desarrollarían los roles en una prisión ficticia.

Sin embargo, el experimento se les fue pronto de las manos y, Zimbardo, no tuvo más remedio que cancelarlo en la primera semana y dar las explicaciones pertinentes a la Armada de los EEUU, patrocinadora de la iniciativa.

El problema vino porque los participantes internalizaron sus papeles durante el experimento.

Es decir, a medida que el experimento evolucionó, muchos de los “guardias” se creyeron realmente su papel e incrementaron su sadismo —particularmente por la noche —, cuando pensaban que las cámaras estaban apagadas.

Los investigadores vieron que un tercio de los guardias mostraron tendencias sádicas "genuinas".

Como apunte, el estudio concluyó también que muchos de los guardias se enfadaron cuando el experimento fue cancelado.

Y, ahora, hablemos de mi tía Francisca.

Mi tía lejana, Francisca, conocida por todos como La Paquita, se convirtió, de la noche a la mañana, en uno de los clientes que hay detrás de las piezas de comunicación que muestra Nacho Herrero en este blog tan sugerente y que, en mi opinión, denota cierto romanticismo.

Como decía, mi tía La Paquita, adorable e inofensiva ama de casa de pelo teñido azulado y volátil, me invitó a su casa a tomar café y pastitas con la intención de proponerme un trabajo.

De esto hace unos cuantos años. Y todavía no lo he podido digerir. Las pastitas, tampoco.

En fin. Todo empezó en el salón de casa de mi tía. Me comunicó que estaba preparando una fiesta sorpresa a su marido, mi tío Víctor, a punto de cumplir los sesenta.

Lo poco que sabía de mi tío Víctor, al cual había visto tres veces en mi vida, era que: tocaba mal el acordeón, se disfrazaba de Papá Nöel cada Navidad, y que su Renault 5 de color naranja ardió espontáneamente una noche de verano de 1982.

Mi tía sabía, por mi abuela o no sé quién, que yo en aquella época estudiaba publicidad. Propaganda, insistía ella.

Así que me ofreció un trabajo, mi primer trabajo: diseñar las invitaciones y el cartel para la fiesta sorpresa de mi tío.

Mi dulce tía La Paquita se convirtió, de la noche a la mañana, en cliente. Y yo pasé de estudiante a diseñador con un proyecto remunerado entre manos.

El Experimento de la cárcel de Stanford.

Se transformó. Se creyó realmente el papel de cliente. Mi tía Paquita se convirtió, desde ese mismo momento y durante los dos meses posteriores en mi peor pesadilla.

Empezó a hablarme de timings, conceptos, cambios, esto más grande, esto fuera, qué color más feo, esto no lo pago, esperaba otra cosa, ya hablo yo con el impresor,…

En aquella época no había ordenadores y no puedo mostraros el resultado. La idea inicial era simple y naïf, una invitación que se desplegaba formando un gran acordeón. El resultado, sin embargo, fue obra del mismo demonio.

¿La oís también vosotros? Es mi tía Paquita… que todavía se ríe para sus adentros.

De todo esto, como os decía, hace ya bastantes años. De hecho, he pasado toda mi carrera profesional trabajando para clientes de todo tipo. Pequeños, medianos, grandes, internacionales, locales, con presupuestos ínfimos y con fee, con planes de Marketing, con campañas para tele, radio, virales, clientes difíciles, clientes ganados por concurso, clientes con grandes cuentas, clientes de mil sectores diferentes. En definitiva, clientes.

Pero todos eran clientes. Clientes reales. Clientes de oficio.

Mi tía La Paquita, como muchos de los que aparecen detrás de muchas de las piezas de este blog, no lo son. Son simplemente familiares, amigos, conocidos, que te piden un favor o ayuda para que diseñes su invitación de boda, para el cartel de su fiesta de aniversario o para vete tú a saber qué.

En definitiva, personas que quieren jugar a ser clientes o, como diría Philip Zimbardo, los nuevos guardias de Stanford.

O, como diría yo, los clientes más jodidos.

4 comentarios:

  1. A mí también me pasó, en este caso, con una obrita de teatro amateur. Resulta que la persona que escribió el guión se creyó que era Stanley Kubric, y tal como en tu relato, se repitió el experimento de la cárcel de Standford.

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  2. Ricardo Gómez de Olarte21 de febrero de 2011, 17:26

    Apreciado Tomás:
    Mi tío abuelo -cirujano de profesión- tenía una máxima que aplicaba a rajatabla:
    "A consulta de esquina, receta de mierda"
    Desgraciadamente en mi profesión yo no lo sé aplicar ni tanto ni tan bien.
    Desgraciadamente, en más de las ocasiones que quisiera, recaen en mi cartera de clientes las tan temidas tres p:
    "Putas, parientes y pobres"
    ¿Cuándo creamos un ong que nos ampare de este tipo de situaciones?

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  3. Gracias por los comentarios, se los haré llegar a Tomás Gui, que es un buen amigo mío.
    Saludos,

    Nacho

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  4. Al menos tu tía te pagó. Yo me he cruzado con un par de clientes locales, uno conocido "de siempre" y otro recién conocido que para ser españoles, aún hoy parecen suecos.

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