lunes, 29 de noviembre de 2010

¿Diseñar por un plato de lentejas? por Josep Inarejos

Desde luego.
No es ya una cuestión coyuntural, ni obedece a tener una relación de clientes especialmente "especiales".
Se trata de trueque.
Una profesión como la nuestra que bebe de la tradición artesanal, a pesar de sófgüers y járgüers, está creo legitimada a establecer relaciones comerciales del tipo intercambio.

A pesar también de que entiendo tarifas, cuentas de explotación, horas, etc. el intangible es sólo cosa de quién lo posee. Mi materia gris es mía y la utilizo, cuando la utilizo, como me viene en gana.

Por eso, por que es mía y sólo mía la reparto sin reparo, sin reparar. Por un plato de lentejas o por un desayuno, que a fin de cuentas es, o debería ser, la comida más importante del día.

El secreto está, como en todo, en establecer los límites, en saber a quién tienes delante y en que te puede ayudar.

Quizás diseñar sea un término excesivo, si nos ponemos tiquismiquis, pero otorgar dignidad a soportes de comunicación cotidianos, de pongamos por ejemplo, el restaurante de tu amiguete, me parece tan lícito como cuando él, exultante de generosidad, te paga dos cañas.

No me cuesta, me lo paso bien. Ejercito la mente que buena falta me hace y hasta es posible que gane algún cliente. Probablemente de perfil bajo y poco ducho en lo que supone para su minipime (no confundir con el famoso robot de cocina) solucionar aquellos aspectos de “imagen” que tratados de otra manera proyectarán su negocio también de otra forma.

Y son agradecidos, aunque dentro de cada uno de ellos subyaga un entrenador, un médico y por supuesto un diseñador. La calle, el pequeño negocio de barrio, el bar de la esquina, necesitan poner orden a su caos visual. Perdón, a su caos gráfico. Lo visual es otra cosa.

Pocos ejercicios de lettering popular llegan donde llegó el del Colmado Lafuente-www.lafuente.es- llevado a los altares con la bendición de próceres del grafismo.

Me doy una vuelta por mi barrio y se me encogen partes íntimas cuando veo rótulos, cartelerías, “decoraciones”, perpetrados a navajazos tipo-gráficos por bandas tan conocidas como “Los copisteros” o “Los pogüerpoints”. Campan a sus anchas, y la verdad es que dan mucho miedo.

Mientras espero que The New York Public Library o alguno de mis clientes con posibles pero sin criterio ni respeto por su marca envíen el brief de mi vida, me dedico, sin condescendencia que conste, a pasear sin rumbo fijo por las calles de mi pueblo. Aunque con un objetivo claro.

Tuve un profesor de caligrafía, Keith Adams, que siempre que pasaba por delante de un comercio en el cual entendía se había llevado a cabo una atrocidad gráfica (en el rótulo por ejemplo), ni corto ni perezoso entraba y sin rubor alguno daba su docta opinión (es licenciado en Oxford) a la par que sincera. De forma bastante vehemente, creo. Así lo explicó él una tarde de Massana hace ya muchos años y así lo transcribo.

A mi, como a Mr. Adams, también se me llevan los demonios. No se trata de altruismo, es más bien como un sarpullido. No paro de rascarme.

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